Entre la fila 4 y la 5

Darle a aceptar y que la máquina escupiera los papelitos fue el primero de los síntomas. Algo bueno pasaba en mi cabeza, en mi cara, en mi estómago. Comprobar que eran correctas, uno más. Guardarlas en el mejor bolsillo de la chaqueta, protegiéndolos del viento, la lluvia y los despistes hicieron que comenzara a respirar con dificultad. Pero para bien, esos momentos de tensión buena que hacen que cortes sin querer la bocanada de aire, como cuando estás desenvolviendo un regalo, o abres un mensaje importante o cuando esperas que todavía quede algo de nocilla en el bote después de que tu hermano se haya adelantado. Así guardé yo los papelitos. Con qué cosa tan tonta, pensé, puedo hacer que un día fantástico se convierta en uno todavía mejor. Un sábado en mitad de la semana, con lluvia y frío que se calentó en el instante en el que comprobé, por decimocuarta vez, que los papelitos seguían en mi bolsillo.

Reconozco que se me hizo un poco largo el tiempo que pasó desde que la máquina escupió los papelitos hasta que los pude usar. Quise comerme el perrito caliente de un solo bocado para que el tiempo fuera más rápido, pero el reloj no me hizo ni caso, así que opté por comerme también todas las patatas.

Ni siquiera noté la lluvia mientras ya nos dirigíamos a utilizar los papelitos. Mi chaqueta, mis gafas y mi pelo un poco más, pero nada que no solucionara un secador de manos. Tan nerviosa me puse que noté que mi voz no era mi voz cuando saqué los papelitos del bolsillo, comprobé que estaban ilesos y se los entregué al señor de la puerta. «Aquí, tenga las entradas». «Ya», debió pensar el hombre de la puerta, a quien llamaremos Pedro, por aquello de que me hizo entrar en mi cielo.

Un cielo oscuro, acolchado, con olor a sal, a murmullos y a incertidumbre. Esa de la que hablaba antes, tan buena que se te escapa la sonrisa tonta y no la quieres disimular. Elegir los asientos en el cielo no es algo baladí. Y no utilizo la palabra «baladí» porque quiera ser más interesante. Es que la palabra «baladí» forma parte del ritual de entrar en el cielo. Pero esa es otra historia. La de hoy comenzó con esos papelitos, continuó eligiendo los asientos y siguió cuando las luces se apagaron.

Mientras ellas se apagaban, mis ojos se iluminaron. Comencé a respirar más rápido, incapaz de detener mi nerviosismo. Apagué el teléfono, se lo pedí internamente a todos los de la sala. No, señoras, no, señores, poner en silencio NO es apagar. El vibrador SUENA, ¿lo saben, verdad? Pues vayan aprendiendo. Cuando vayan al infierno se les quemará el teléfono, y ya veremos qué hacen entonces. grito

Y entonces, BUM. Esa música de Eurimages que se comió a Movierecord, pero que me produce en el estómago las mismas cosquillas que los Peta Zetas cuando me estallaban en la boca. Quizá hasta tengan el mismo sabor a felicidad, a regresar a la infancia y esperar a que me sorprendan con un truco de magia, con un regalo inesperado, con un sugus de cereza, con un lacasitos de los pequeños. Fue este el momento en el que descubrí que algo de mí pertenecía a este lugar. Volver al cine es volver a la felicidad. No es «Joy» quien me lleva a ella (buff, qué martirio sería eso. Lo siento, Pixar, esta vez no), soy yo volviendo a un espacio en el que todo puede pasar. En el que quiero que todo pase y que no se acabe nunca. En el que puedo sentir que vivo infinitas veces. En el que me siento más yo sin ser yo ningún protagonista. En el que me siento en paz con el mundo. En el que el mundo desaparece, yo desaparezco, y solo queda la magia, el sueño, la vida a 24 fotogramas por segundo. There is no place like London, dicen. There is no place like cinema, digo.

El truco puede ser una comedia, un drama, ciencia ficción o incluso Garci (bueno, de esto algo menos). Puede durar 80 minutos, 140 o 230. Puede tener un plano o millones. Puede ser mudo o un musical. Puede ser de aquí o de allá. Todo pasará en minutos por mis ojos y se quedará para siempre en mi cabeza. No tengo memoria, apenas recuerdo datos que debería saber, casi no recuerdo nada de lo que debería acordarme. Pero dame un fotograma y te diré al instante qué película es.

3, 2, 1. Silencio, que empieza una nueva vida para mí.

 

No, no les cuento qué vi. ¿Para qué? Eso es lo de menos.

Nunca me gustó la sensación de que la película se acabara. De salir de la sala y comprobar que ya no había, pongamos, daneses alrededor, o naves espaciales. o seres de otros planetas. O que ni siquiera es de noche como en la cinta. La claridad me produce tal bofetón que me empuja hacia dentro de nuevo. No salir al exterior, al mundo real si es que el cine no lo es incluso más durante esos 80, 140 o 230 minutos. Y como en los aeropuertos, nada más bajarme del avión ya quiero volver a subirme en otro. Uno cualquiera, que me lleve donde sea. Como en el cine. De inmediato compraría otra entrada. Una cualquiera, que me lleve donde sea, que me haga ser quien quiera. A mí enterradme sin miedo, a la izquierda, entre la fila cuatro y la cinco. No quiero perderme ningún estreno. Ninguna vida.