El pitido inicial

Nació antes que su mundo. Así que le tocó construirlo. Con ese balón que siempre era de su hermano o del amigo o del compañero de colegio; nunca suyo. Con esos paseos con su padre al estadio. Con esa radio encendida que componía alegrías o derramaba tristeza.

Cuando el balón quedaba libre, a oscuras, en el rincón, le dio tantas patadas como ellos. Aprendió a regatear como ellos. Se entrenó como ellos. Pero nunca era suficiente para ellos. Sola, siempre sola, había pocas oportunidades de prosperar. 

Se cansó de que no le pasaran la pelota. Decidió hacerla suya. Correría más que nadie. Sabría más que ninguno. Se ganaría que le pasaran el balón. Más aún, se ganaría el balón. Lo gobernaría. Y los dirigiría a todos.

No había demasiados nombres en los que fijarse, así que se los inventó sobre la marcha. En 1962 decidió llamarse Margaret Spinks. Obtuvo 84 puntos sobre 100 en el examen de la Asociación inglesa de árbitros, solo para demostrar que podía. En 1963 fue Sylvia Gregova. Por fin los primeros partidos amateurs. En 1970 solicitó el acceso a la sección arbitral de la Federación japonesa como Yoko Murakoshi. En 1974, ascenso de categoría en Buenos Aires.

Y en los 90, el despegue. Su nombre, María José Alcántara. Su profesión, árbitra. Su estreno nacional, el Utiel-Mutxamel, de la Tercera división. De ahí, a las estrellas: primera árbitra española en la FIFA.

Llegarían más éxitos en la liga inglesa bajo el nombre de Wendy Toms. Desde Francia ascendería como Ghislaine Peron-Labbe o Nicole Petignat hasta la Copa de la Uefa, y como Nelly Viennot, desde la Ligue 1 hasta la Champions League (Molde-Real Madrid).

Todas ellas la animaron cuando se encaminó por el túnel de vestuarios hasta el césped del Besiktas Stadium. De todas ellas aprendió y con todas ellas construyó la profesional que era. Levantó la cabeza, sonrió y cogió el balón para llevarlo al centro del campo. Suyo por fin. Lo depositó en el punto de cal y respiró hondo. Saludó al capitán del Liverpool a un lado, al capitán del Tottenham al otro. Miró a la grada. Levantó la mano. Hinchó el pecho. Y Stéphanie Frappart sopló. Por ella, y por todas las demás. las que la habían impulsado hasta aquí, hasta gobernar el balón en la Supercopa de Europa 2019. 

Ese pitido inicial, alto, claro, decidido, encendió la mirada en la pequeña y fascinada Leyre. Esa Navidad le pidió un silbato a los Reyes Magos. El mundo seguiría construyéndose.